La del domingo en Las Ventas es una de las corridas con menos público en un San Isidro que recuerdo. Dicen los empresarios, y puede ser verdad, que al final del ciclo habrá más espectadores que el año pasado. Pero lo cierto es que el número de abonados ha disminuido y cuando eso sucede en un plaza pierde irrmediablemente su personalidad. El ejemplo de Sevilla es quizá el más notorio, pero en Las Ventas empieza a suceder.
Sirva lo anterior para explicar que los toros, a pesar de una manifiesta irregularidad en la presentación y de que los dos sobreros aparecieron con sus crotales, no fueron apenas protestados. Y que el público tardó en sacar a saludar a Morenito en una ovación en la que muchos aplaudidores no sabían qué estaban jaleando.
La corrida salió mansa y en general sosa. A cambio, vimos un Eugenio de Mora de una gran dimensión. Yo es la tarde en la que mejor le he visto. El recibo de capa a su segundo, con las manos bajas, fue realmente impresionante. Y dejó algunos pasajes de toreo de muchísima verdad, hondura y empaque. Una pena la estocada baja del cuarto. Más allá de la discusión sobre el mérito de la oreja o de su recompensaba sus dos faenas, lo cierto es que Eugenio se colocó muy fuera de sitio para entrar a matar. Visto de frente, como yo lo tenía, era evidente que sólo milagrosamente la espada podía caer en su sitio. El que cayera baja, en fin, no fue casual. Dicho aquello, De Mora se ha convertido en un toreo al que apatece mucho ver.
Morenito de Aranda tuvo una tarde más discreta que la del 2 de mayo, pero también tuvo momentos de toreo muy bello. En su caso, hubo algunos desajustes y quizá la razón estuvo más atropellada que en el caso de De Mora, al que los años le han dado un reposo extraordinario. Morenito quiso y pudo con el manso segundo, al que instrumentó pases muy buenos hasta que el toro huyó a tablas. El quinto se partió una pata en banderillas y fue sustituido por otro toro que tampoco le regaló nada y al que volvió a torear con gusto.
De Arturo Saldívar lo mejor fue el vistoso toreo con el capote. Las faenas carecieron de enjundia suficiente. Y en el sexto, allá por las nueve y media o a media luz (que hay que ahorrar) la gente quería ir a su casa.
Adalid pareó con contundencia al quinto bis, dejándose ver mucho en un toro al que la lidia se le hizo demasiado lentamente.
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