Hay lugares en los que ir a los toros es un rito asociado a la fiesta. Así es como comenzó mi afición en Cáceres y así es como la vivo cada vez que acudo a una feria del Sur (Sevilla, Málaga, Algeciras, Jerez, Huelva, Córdoba,...). Incluso El Puerto de Santa María, donde el mes de agosto y los cenáculos de la Ribera suplen la ausencia de la feria en la ciudad. Cuando además uno comparte los prolegómenos con buenos amigos, la predisposición al disfrute se multiplica y supera la estrechez de la plaza y la ligera lluvia que incomodó por momentos.
Pero el espíritu festivo se transforma en ritual ascético cuando quien torea es José Tomás. Más aun si lo hace con la naturalidad, la pureza, la hondura y la verdad con la que ofició en su primer toro ayer en Jerez de la Frontera. Todo lo que hizo al toro fue memorable: desde el recibo con el capote, en el que tornó verónicas por chicuelinas para adaptarse a la embestida, hasta el quite por gaoneras, o el toreo inmenso al natural, con series ligadas y hondas, lentísimos los pases, perfecto el trazo salvo cuando alguna racha de viento desbarataba el engaño. Y los remates con faroles o con pases de pecho de impecable factura. Una estocada entera dio paso a los máximos trofeos. Pero lo de menos son los despojos. Lo importante es que JT volvió a reivindicar su abismal diferencia. La razón de su legión de seguidores. El por qué una tarde, o una faena, pueden justificar una temporada entera, si en ellas se condensa y se explica un rumbo de la tauromaquia que nadie ha querido, o ha sabido (o ha podido) proseguir.
En el quinto, un toro más áspero, volvió a encoger los corazones por momentos, con un toreo que extrajo del toro más de lo que este llevaba en su sangre. Series más breves y menos rotundidad, pero también la pureza y la autoexigencia en una faena a la que no cabe objetar nada.
Antes, Padilla había cortado dos orejas a un soberbio toro que todos echamos de menos hubiera sido quinto. A Padilla todos los méritos humanos, pero cualquier comparación de su toreo con lo que vino después resulta vana. Hizo todo lo que sabe, dejó todo lo que tiene. Y eso es de agradecer. Pero en el arte, en el arte sublime, el más puro, solo la entrega no basta.
Manzanares este año no está. Como tampoco estuvo el pasado. Aun así, se le notó azuzado por lo que había hecho José Tomás. Lo más torero en el tercero fue un quite por chicuelinas con la mano baja, muy del estilo de las que daba su padre. Y se pasó el toro algo más cerca de lo que últimamente nos tiene acostumbrados. Pero aun así, no consiguió engarzar faenas completas en un lote bastante propicio. Hubo alguna serie buena, con su estética y su empaque. Pero faltó conjunción y sentimiento.
La tarde mereció mucho la pena. La faena de José Tomás al segundo será de las que recordemos por mucho tiempo. Por maciza, natural y verdadera. Por volver a mostrar el mejor sendero para la más pura tauromaquia.
Y hoy, si el tiempo no lo impide, empezaremos San Isidro. A ver si de aquí a una semana, después de siete días de toros, podemos contar que hemos visto la mitad de lo que en un par de días en Jerez...
domingo, 8 de mayo de 2016
lunes, 2 de mayo de 2016
Joselito - 2 de mayo de 1996 - Veinte años después
Hoy hace veinte años que José Miguel Arroyo "Joselito" nos regaló una tarde de toros memorable, en la que reivindicó la lidia más completa, la variedad, el ritual, la pureza, la hondura y el arte en la plaza más importante del mundo. Lo de menos fueron las seis orejas, porque los despojos no tienen un sitio en la historia, donde sí quedará para siempre lo que nos hizo sentir.
Aquella tarde quise dejar de ir a las plazas de toros, porque supuse que nunca volvería a ver nada que tuviera la misma intensidad. Volví. Y he visto después de aquella tarde faenas memorables. Y tardes (o mañanas) completísimas. Como la de JT en Nimes. Pero cuando en una conversación sale a relucir el momento de mayor plenitud en una plaza de toros, siempre está en mi memoria Joselito vestido de verde botella con pasamanería en oro el 2 de mayo de 1996 en la plaza de toros de Las Ventas. Y si hay que recordar un momento concreto, la lidia al cuarto de la tarde, con esos quites inverosílimes ejecutados con precisión miliméticra y el toreo de muleta sin ayuda con la diestra atornillando los pies en la arena venteña.
Años después, para un concurso de relatos, escribí lo que sigue, en lo que solo he cambiado la referencia temporal para adaptarlo a esta fecha. Lo de menos es lo que está escrito. Lo importante es lo que hizo José. Gracias, maestro.
Cuando aquella tarde salí de la plaza me propuse firmemente no volver a ir jamás a una corrida de toros. Y no porque aquella hubiera sido mala, como ocurre con frecuencia, sino porque intuí que era prácticamente imposible que llegara a sentir la emoción que acababa de vivir. Afortunadamente, incumplí mi propósito y he podido ver después grandes faenas. Pero el presagio se ha cumplido y, tardes de toros, no he vuelto a vivir ninguna como aquella.
Porque en la goyesca del 2 de mayo de 1996 Joselito no sólo toreó bien a sus seis toros, sino que los recibió de capa de forma distinta a cada uno, los puso en suerte, hizo quites con pureza, vistosidad y sin repeticiones (el del cuarto, absolutamente inenarrable), empezó cada faena de muleta con un planteamiento diferente según lo requería el comportamiento de cada animal, reinventó pases olvidados, hizo faenas de pellizco y de arrimón,… En fin, reivindicó la lidia como parte esencial de la fiesta y ésta como liturgia y ritual que no tiene nada que ver ni con el espectáculo, ni con el deporte, y muy lejanamente con el arte y la tradición. Reivindicó el toreo como vivencia plena que más allá de la estética, que la hubo en abundancia y de calidad, llega a los tendidos cuando conecta con lo más profundo del ser humano, con aquello que le liga a la naturaleza desde el misterio de la vida y la certeza de la muerte.
Años antes, César Rincón nos había emocionado al volver a citar desde lejos y conseguir templar las embestidas. Como después haría José Tomás al acercarse a sitios imposibles y desplazar la mano izquierda con una parsimonia inverosímil. O Curro, Aparicio, Castella, Morante, Finito, Cid, Ponce, Talavante,… Hemos visto torear mejor o, al menos, tan bien como aquella tarde. Pero nadie ha vuelto a demostrar la grandeza del toreo como lo hizo José hoy hace exactamente veinte años.
Aquella tarde quise dejar de ir a las plazas de toros, porque supuse que nunca volvería a ver nada que tuviera la misma intensidad. Volví. Y he visto después de aquella tarde faenas memorables. Y tardes (o mañanas) completísimas. Como la de JT en Nimes. Pero cuando en una conversación sale a relucir el momento de mayor plenitud en una plaza de toros, siempre está en mi memoria Joselito vestido de verde botella con pasamanería en oro el 2 de mayo de 1996 en la plaza de toros de Las Ventas. Y si hay que recordar un momento concreto, la lidia al cuarto de la tarde, con esos quites inverosílimes ejecutados con precisión miliméticra y el toreo de muleta sin ayuda con la diestra atornillando los pies en la arena venteña.
Años después, para un concurso de relatos, escribí lo que sigue, en lo que solo he cambiado la referencia temporal para adaptarlo a esta fecha. Lo de menos es lo que está escrito. Lo importante es lo que hizo José. Gracias, maestro.
Liturgia y ritual
Cuando aquella tarde salí de la plaza me propuse firmemente no volver a ir jamás a una corrida de toros. Y no porque aquella hubiera sido mala, como ocurre con frecuencia, sino porque intuí que era prácticamente imposible que llegara a sentir la emoción que acababa de vivir. Afortunadamente, incumplí mi propósito y he podido ver después grandes faenas. Pero el presagio se ha cumplido y, tardes de toros, no he vuelto a vivir ninguna como aquella.
Porque en la goyesca del 2 de mayo de 1996 Joselito no sólo toreó bien a sus seis toros, sino que los recibió de capa de forma distinta a cada uno, los puso en suerte, hizo quites con pureza, vistosidad y sin repeticiones (el del cuarto, absolutamente inenarrable), empezó cada faena de muleta con un planteamiento diferente según lo requería el comportamiento de cada animal, reinventó pases olvidados, hizo faenas de pellizco y de arrimón,… En fin, reivindicó la lidia como parte esencial de la fiesta y ésta como liturgia y ritual que no tiene nada que ver ni con el espectáculo, ni con el deporte, y muy lejanamente con el arte y la tradición. Reivindicó el toreo como vivencia plena que más allá de la estética, que la hubo en abundancia y de calidad, llega a los tendidos cuando conecta con lo más profundo del ser humano, con aquello que le liga a la naturaleza desde el misterio de la vida y la certeza de la muerte.
Años antes, César Rincón nos había emocionado al volver a citar desde lejos y conseguir templar las embestidas. Como después haría José Tomás al acercarse a sitios imposibles y desplazar la mano izquierda con una parsimonia inverosímil. O Curro, Aparicio, Castella, Morante, Finito, Cid, Ponce, Talavante,… Hemos visto torear mejor o, al menos, tan bien como aquella tarde. Pero nadie ha vuelto a demostrar la grandeza del toreo como lo hizo José hoy hace exactamente veinte años.
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