Después
de los resultados de las últimas elecciones autonómicas y municipales y de las
consecuencias que ello ha traído al mundo del toro, muchos se movilizan en
estos días previos a las elecciones generales reclamando a los partidos una
postura clara respecto a la tauromaquia en sus programas electorales y en sus
declaraciones públicas. Como si de ellos dependiera la supervivencia de nuestra
afición. Como si no hubiera razones económicas, morales y sociales más
relevantes que la tauromaquia para decidir un voto.
Pero
lo que resulta terrible es que puede ser que los políticos tengan bastante que
decir sobre lo taurino. Lo cual no puede considerarse sino un desatino
consecuencia, por un lado, de la dejadez y los complejos de los de dentro
(taurinos) y, por otro, de una sociedad que, temerosa de la libertad, exige a
los poderes públicos que regulen hasta los aspectos más nimios de la
convivencia. Veamos.
Siempre
me ha parecido asombroso, como jurista, la existencia del Reglamento taurino.
Y, sobre todo, la defensa que del mismo hacen los aficionados como instrumento
para preservar “la pureza de la Fiesta”. Que una actividad cultural y lúdica
como la taurina requiera para su organización que la autoridad pública diga
cuándo y cómo puede celebrarse (“con
permiso de la autoridad y si el tiempo no lo impide”), cuáles son los
requisitos que deben cumplir los toros, y los toreros, cuánto tiempo deben
durar las faenas, por qué razones deben darse los trofeos,… es tan absurdo como
si hubiera una normativa que regulara cuándo y cómo pueden celebrarse
espectáculos teatrales, quiénes pueden ser actores, cuánto deben durar las
obras, qué adaptaciones caben o no de las obras clásicas o que un funcionario
público dictaminara en cada función cuántas veces pueden saludar los actores.
Absurdo, ¿no? Pues no lo es menos en el toreo. Delegar en la autoridad la
defensa de la pureza de la Fiesta porque si no los de dentro son unos
sinvergüenzas que nos van a engañar es tan patético como si se hiciera para el teatro,
la zarzuela, el flamenco o la ópera. Donde la catadura moral de actores y
empresarios probablemente no difiera mucho de la de los taurinos, lo cual no
dice nada bueno ni de unos ni de otros.
Junto
a esto, que por una mezcla de tradición y exigencia de los aficionados perpetúa
la intervención administrativa en la Fiesta, hay otro elemento que pone la
tauromaquia en manos de los gobernantes: la propiedad pública de muchos de los
cosos. Ya lo he indicado muchas veces en este mismo blog y no me cansaré de
hacerlo: en esto reside nuestra principal debilidad. Sin la propiedad de los
cosos, una posición adversa de las administraciones estrangula el espectáculo
sin necesidad de prohibirlo. Lo cual sería perfectamente lícito y democrático,
cosa que no sucede con la prohibición. Y esto ya ha empezado a pasar y sus
consecuencias las veremos incrementarse la próxima temporada, sobre todo en
cosos pequeños.
Por
tanto, tenemos una preceptiva intervención administrativa exigida por la
tradición y por muchos aficionados y una propiedad pública de los cosos que
pone en manos de nuestras autoridades la posibilidad de celebrar festejos
taurinos.
Pero
por si esto no fuera bastante, tenemos una sociedad que, cada vez con mayor
virulencia, exige que los estados prohíban todo aquello que no consideran
bueno, conveniente o moralmente apropiado. No solo aquello que pone en peligro
la convivencia social (robar, matar, abusar de un menor,…) o que es manifiestamente
inadmisible porque incide en la libertad y seguridad de los otros (simular una
profesión sin tenerla, no auxiliar a un herido en un accidente,…), sino aquello
que no se considera bueno o que solo pone en peligro a uno mismo (cinturón de
seguridad, beber en la calle, tomar según qué cosas, etc.). Hace unos días,
Sánchez Dragó publicaba un polémico
artículo con ocasión del cuarenta aniversario de la muerte de Franco en el
que afirmaba que él, ahora, era menos libre que en 1975. Más alá de la evidente
boutade que supone minusvalorar la
actual existencia de derechos y libertades básicos antes inexistentes (libertad
de expresión, de reunión, de manifestación, de prensa, de creación de partidos
políticos,…) el artículo ponía la mano en la llaga sobre un hecho que tiene
poco que ver con el tránsito en nuestro país de la dictadura a la democracia y
que se refiere a una tendencia constante en los países occidentales: el miedo a
la libertad. Un miedo que ha conducido a exigir que los estados regulen ámbitos
que tradicionalmente se consideraban exentos de la presencia de lo público y
exclusivamente restringidos a la libertad individual. La mayoría de la sociedad
trata de que se prohíba la comida que no es sana, los comportamientos de
riesgos, que se impongan conductas saludables o moralmente adecuadas,… O que se
prohíban ciertos comportamientos por el riesgo de que, en algunos casos, puedan
suponer un abuso, aunque en otros muchos casos ese mismo comportamiento no
implique abuso de ningún tipo.
En
definitiva, cada vez son más los que tratan de que su particular catecismo
respecto a la cultura, la convivencia, la educación, los valores, lo
políticamente correcto, la comida, los animales, los menores,… se
convierta en Código Penal. Hemos abdicado, como sociedad, de la apasionante
aventura y los riesgos de ser libres para trasladar al Estado la facultad de
protegernos y cuidarnos, aunque sea impidiéndonos comportarnos como ciudadanos
adultos.
Para
la tauromaquia, un espectáculo que exalta la más profunda de las libertades: la
de poner en riesgo la propia vida luchando con un animal solo por el hecho de
sentirse más pleno y libre (el que lo ejecuta), permitiendo que otros (los que
lo contemplan) aprecien la belleza y la verdad como solo en un acto tan
tremendamente real puede sentirse, este miedo a la libertad es absolutamente
letal.
Por
todo ello, sería irresponsable votar solo o fundamentalmente el 20 de diciembre
en función de lo que dicen (o lo que imaginamos que van a hacer) los partidos
en relación con la tauromaquia. Pero de lo que no cabe ninguna duda es de que
los resultados de estas elecciones en combinación con los de las autonómicas y
municipales van a incidir de forma relevante en el porvenir de la Fiesta.