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sábado, 22 de diciembre de 2007

RILKE

Gracias al poeta Santos Domínguez (http://santosdominguez.blogspot.com/) que me mantiene al día de las actualidades literarias (http://encuentrosconlasletras.blogspot.com/), dispongo de la traducción de Jaime Ferreiro Alemparte de parte del corpus poético de Rainer Maria Rilke, con T. S. Eliot el mayor poeta del siglo pasado.

Quien esté familiarizado con la obra de Rilke y su figura, aunque seguro que conoce el poema que sigue, no estará más de acuerdo en afirmar que no se trata de un lírico en el que se pueda atisbar en ningún caso presencias folklóricas en su obra a la manera de un Lorca, de un Picasso.

Es más, los animales son en él una presencia extraña en la que alienta un conocimiento primitivo dle mundo y del transmundo.

La presencia de España en su poesía, estudiada en profundidad por Jaime Ferreiro, es más honda, así posiblemente sus ángeles mortíferos de las Elegías de Duino estén inspirados por los ángeles del Greco. Sevilla, por ejemplo, no le causó impresión alguna y sin embargo en Ronda, el abismo, lo llevó a la ciudad irreal del aire atirantada.

No estuvo interesado en toros y sin embargo qué grandioso poema nos dejó al respecto, que por cierto, es citado en la serie Juncal por la última amante del torero, estudiosa del poeta.

Por extensión debe aludir a todo el toreo, ordenado en sus tercios por el chiclanero, a lo mejor revisó el poeta la tauromaquia de Paquiro, ya que no lo pudo ver torear pues murió en 1.854 mientras Rilke nació en 1.875


CORRIDA
(In memoriam Montes, 1.830)

Desde que, insignificante casi, se arrancó
del toril, el espanto pintado en el semblante
y aceptó la terquedad del picador
y la incitación de las banderillas

como si fuera un juego, crece ahora
su fogosa estampa -mira: en qué tamaña mole
se amontona del remoto y negro odio,
su testuz contraída como un puño,

no jugando ya contra uno cualquiera,
no, sino izados en la cerviz sangrientos
garfios detrás de los calados cuernos,
consciente ya de su enemigo eterno

ése, que en oro y seda rosa malva
se vuelve de pronto y como a un enjambre
de abejas, a las que de pronto despectivo tolerase,
al aturdido le deja bajo el brazo franco

el paso, mientras sus cálidas miradas se alzan
de nuevo levemente conducidas
y como aquel círculo, afuera, se aplacara
en el brillo y lo oscuro de sus ojos,
y en cada palpitación de los párpados,

hasta que apuesto, impasible, y sin odio
apoyado en sí mismo, sereno, sosegado,
hunde casi blandamente el estoque
en la gran ola que rueda y retorna,
y su ímpetu se ah0ga en el vacío.

RAINER MARÍA RILKE
(París, 3 de Agosto de 1.907)




"¿Ve cómo ese Rilke que ni sabía lo que es torear también nació para cantar a los toreros?"-dice Juncal.

El poema, como se ve, es solemne, sublime. Especialmente la última estrofa.

EL CARTEL DE BARCELÓ


Dicen que un conserje de La Real Maestranza ha dicho: "¡ojú, este toro es como los que pintaban en las cuevas!". Juan Manuel Bonet ha destacado precisamente su fuerza primitivista y rupestre e incluso, por su energía y fondo amarillo mate, lo ha comparado con un palo de la baraja.

Barceló no es uno de mis pintores favoritos, pero este cuadro me gusta mucho, cuando esperábamos algo picassiano (a la manera del cartel de Barcelona, el de la reaparición de José Tomás) este toro de Altamira en costalada y alanceado, demuestra la inagotable capacidad de expresiones que suscita la tauromaquia y la fuerza provocadora de la misma-porque a algunos les parece un cartel antitaurino-.

A mí no, primero porque el toro rupestre remite a lo cósmico, a la lucha elemental y el toreo no es sino una estilizada transfiguración del arte de cazar; la segunda porque el toro, alanceado, es atravesado por la flecha de la muerte que, pintada de rojo y con trazas infantiles, más que a la lanza creo que remite a la flecha de Cupido, Eros frente a Thanatos.

Toro y torero en lucha hermosa.

Este toro transverberado es un violento estallido de perfecto dinamismo.

Barceló ha dicho algo nuevo y fuerte.

Bien por la Maestranza y sus carteles, están haciendo una estupenda colección y acciones como esta dignifican aún más este arte (no olvidemos lo que Barceló supone en el trasiego contemporáneo de la pintura).




domingo, 16 de diciembre de 2007

Julio Aparicio

Los noventa, en Madrid, fueron unos años muy duros para los aficionados a los toros. Ferias interminables, pocos toreros de verdadero interés y toros perpetuamente por los suelos.

Hubo ferias con sólo cinco o seis orejas para los matadores. Años en los que el triunfador fue Florito.

Pero, aún así, hubo tardes memorables. De dos de ellas ya hemos hablado aquí: la Goyesca de Joselito un dos de mayo y la de Curro con Soneto. La otra tarde que recuerdo sentir cómo la plaza se volvió loca por lo que estaba viendo fue la de la confirmación de alternativa de Julio Aparicio.

Aparicio, que de novillero tenía ya una importante legión de seguidores, tardó varios años en confirmar en Madrid. Primero por desacuerdos con la empresa, dudas,… y, finalmente, porque una lesión le hizo caerse de la Feria de San Isidro de 1993 en la que estaba anunciado.

La confirmación tuvo lugar el 18 de mayo de 1994, alternando con Ortega Cano y Jesulín. En el toro de la confirmación, Julio no lo vio claro y abrevió.

En el quinto, con la muleta, después de un par de pases de tanteo, echó a correr hacia el centro del ruedo. Comenté entonces con mi compañero de asiento si no habría tenido una visión el torero. Nos extrañaba, pero debió ser algo así. Desde allí, citó al toro y lo embebió en su muleta con pases de una inspiración desbordada. Toreó no sé si por bulerías, soleás o alegrías. Pero toreó flamenco en cualquier caso.

Era un toreo desgarrado. Técnicamente perfecto, pero radicalmente nuevo. Inimitable. Un toreo con el corazón. Arrebatado. Mezcla de improvisación y genio. De sentimiento y raza. De profundidad y adorno pinturero.

Desde la primera serie la gente vibró de una forma que pocas veces he visto en una plaza de toros, y casi ninguna en Las Ventas. Hubo quien se echaba las manos a la cara. Se pellizcaba para ver si estaba soñando. Abrazaba a quien tenía al lado.

Aquello no era una faena al uso. No era sólo buen toreo. Era magia. Un momento único que hacía sentirnos privilegiados a todos los que estuvimos allí.

El torero lloraba, desfondado, después de cada tanda. Y se sentó derrumbado junto a las tablas después de matar al toro. Se vació por completo y nos hizo sentir la inmensa majestad del arte a eso de las ocho y media de la tarde.

Los periódicos lo recogieron al día siguiente.

Joaquín Vidal tituló su crónica “soñar el toreo” y decía cosas como estas:

Fue el toreo soñado. Fue el toreo que los diestros con torería intensa rumian en las duermevelas de las corridas, cuando se amalgaman en los vericuetos del pensamiento los sueños de gloria y los presagios de tragedia. Así fue, como un sueño, el toreo cumbre que recreó Julio Aparicio ante el asombro de la cátedra, en el centro geométrico del redondel.

Fue también el toreo que había soñado la afición. El toreo perfecto, el toreo mágico; la suma y compendio de cuantos retazos de toreo profundo, emotivo y bello se hayan podido ver en toda una vida de aficionado. Aquellos muletazos de dominio, aquellos pases de suavidad infinita, la galanura de las trincherillas y de los cambios de mano, los naturales en su expresión más pura, los redondos convertidos en exquisitez; el broche deslumbrante de las suertes cabalmente ligadas, resuelto mediante el revoloteo jubiloso del pase de pecho el embrujo del ayudado; la estocada en la cruz a volapié neto, volcándose el matador sobre el morrillo del toro. Todos esos retazos de la tauromaquia excelsa —con marca exclusiva y autoría precisa cada cual—, que se hubieran llegado a ver en toda una vida de aficionado y se mantenían frescos en el recuerdo, de repente se ensamblaban y fundían convertidos en una sola y monumental creación artística, en el centro geométrico del redondel de Las Ventas.

Julio Aparicio fue el creador. Ocurrió de súbito. Trasteado el toro en unos armoniosos pases de tanteo, debió venirle de golpe la inspiración, corrió al centro geométrico del redondel, citó desde esa distancia, embarcó al toro que acudía vivo y fijo a tranco alegre, y de ahí en adelante obró el prodigio de transfigurar el toreo técnicamente perfecto en una explosión de fantasía.

¡Qué locura, entonces! El público pasó del pasmo al delirio.

Ruben Amón, en El Mundo, titulaba “un torero en trance” y escribía en su crónica:

El trance, en términos religiosos, es el estado del alma en unión mística, y, en términos de esoterismo, la manifestación de situaciones paranormales a través de un médium. Una y otra definición aproximan la revelación de Julio Aparicio en Las Ventas, pero resultan insuficientes para explicarla completamente.

Ignoramos las razones que animaron al torero de Sevilla -y ya de Madrid- a romper con su apatía para desafiar en los medios al toro de Alcurrucén. Nunca sabremos si la inspiración divina alentó semejante aparición o si la faena -el faenón- fue la expresión de una raza contenida por la incertidumbre del futuro y la responsabilidad de la tarde. El caso es que Julio Aparicio meció en sus muñecas el incansable ir y venir del toro, desató la pasión con naturales de ensueño y dibujo derechazos de oro que iluminaron los tendidos y desataron la emoción.

El toreo, un clamor. Y Aparicio, un artista en estado de gracia que acariciaba en el vuelo de su muleta la nobleza de aquel bravo animal cuyas embestidas obedecían el camino de una faena memorable.

En los medios, Julio Aparicio ofrecía el pecho, adelantaba el engaño, cargaba la suerte y encadenaba los muletazos con los pies atornillados y el gesto hierático. Inolvidable.

Lloraba Aparicio y aplaudía el público. Era el símbolo de una comunión efímera en la plaza e imborrable en la memoria. «Los muletazos me salían del alma», dijo Rafael de Paula cuando se apareció en Las Ventas aquella feria de otoño del 87. Y del alma le salían los muletazos a Aparicio, que se desmayaba en series de muletazos hondas y bellas, unas veces rematadas con pases de pecho interminables y, otras, mediante aterciopelados trincherazos y pintureros cambios por delante.

Aquella tarde, más que una alternativa, se confirmó la genialidad de este torero. Que desafortunadamente no ha tenido la continuidad que hubiéramos querido. La temporada pasada parece que algunos tuvieron la suerte de verle también momentos de inspiración.

¿Se repetirá en el 2008? ¿Por qué no lo ponen en la tarde de la reaparición en España de Morante, el 29 de febrero en Vistalegre? Con Juan Bautista o Curro Díaz, por completar el cartel.

domingo, 2 de diciembre de 2007

La tauromaquia de Don Juan

De entre las versiones literarias del mito de Don Juan prefiero la novela ("historia", sugería llamarla él) de Gonzalo Torrente Ballester. Un Don Juan inmortal que ha recorrido siglos seduciendo mujeres como forma de vivir en el pecado, acompañado de su inseparable criado Leporello, experto en Teología que desde su alma de diablo va relatando los devenires de su amo y justificando sus razones.

Mediada la novela, este diablo compara la forma de actuar de Don Juan con la de los toreros. Explica, podríamos decir, su tauromaquia. Que no sería mal ejemplo para los diestros de cualquier época y condición. Dice así:

"... porque el comportamiento de Don Juan se asemeja al de un gran torero. El gran torero, el torero genial, no es el que inventa chicuelinas o manoletinas, ni el que torea largo o corto, ni el severo o el adornado, sino precisamente aquel que comprende la singularidad, la irrepetibilidad de cada faena, la necesidad de torear a cada toro de una manera exclusiva, que no puede ser cualquiera, sino precisamente la exigida por el toro. El toro no es una fuerza ciega e innominada, sino un individuo tan singular a su modo como cada hombre. Por eso cada toro tiene su nombre. El gran torero, nada más ver al toro, ya sabe cómo hay que recibirlo y capearlo, cuántas puyas y de qué fuerza necesita, cuántas banderillas y de qué estilo, cuántos pases y de qué marca. Dicho de otra manera, no existe, para el gran torero, una técnica general aplicable indistintamente a cada bicho, sino una técnica concreta, exigida por aquel que está delante. El que lo descubre y es capaz de realizarla, llega al final de la faena con el toro cuadrado, el morrillo baj, y puede matarlo a su gusto de una sola estocada.

- Que es lo que Don Juan hacía con sus vaquillas.

- Exactamente. Para mi amo no existe "la mujer", sino cada mujer, distinta de las demás, inconfundible. Haber descubierto la personalidad singular de cada una, incluso en aquellos casos en que permanecía escondida, es lo más incomparable de sus glorias, la que ningún otro profesional de la conquista, más o menos Casanova, podrá jamás arrebatarle. ¡Qué intuición la suya, amigo mío! ¡Cuántas veces no habremos pasado junto a una mujer cualquiera, una mujer a la que ningún hombre hubiera mirado, si no es don Juan! Yo le decía: "Mi amo, es una mujer vulgar". "Espera unos días", me respondía. Y, poco a poco, iba levantando la costra de vulgaridad hasta dejar al descubierto un alma resplandeciente. Claro está que no sería posible con la sola intuición. La vulgaridad con que algunas mujeres se enmascaran es impenetrable hasta para los ojos de mi amo. Pero mi amo ha contado siempre con su propia fascinación. Al sentirse fascinadas, las mujeres descuidaban su guardia, dejando un resquicio por donde penetrarlas."