Creo que fue Joselito El Gallo quien dijo aquello de que "Quien no ha visto toros en El Puerto no sabe lo que es una tarde de toros". Ayer, esa frase se hizo realidad como pocas veces. Todo estuvo a favor, desde un público que quería disfrutar del arte de los toreros (y no examinarlos), hasta los toros de Núñez del Cuvillo, de presentación correcta y juego aceptable (más allá de que no fue la mejor corrida de este hierro, ni la tarde en la que sus pupilos derrocharon más bravura, pero sirvieron, y muy bien, para que Morante y Manzanares se explayaran).
Ya antes del festejo se notaba el runrun de las grandes tardes, de la impaciencia del disfrute. Esa sensación que, tantas veces, es lo único que queda. Pero esta no fue así.
La Plaza estaba llena, sin un solo sitio libre. Y era una maravilla verla completa (a diferencia de la nocturna del día anterior, con un escaso cuarto del aforo cubierto).
Al finalizar el paseillo, el público aplaudió a los toreros el gesto de anunciarse mano a mano y estos correspondieron desde el tercio.
Morante recibió a su primero con verónicas marca de la casa, con empaque y templanza. La última, larga y pausada, arrancó el primer olé unánime, y la media abigarrada y excelsa nos levantó a todos del asiento. Con ese toro, poco más pudo hacer. El animal tenía poca fuerza y una banderilla colocada muy delantera condicionaron su juego con un cabeceo molesto. Abrevió.
Al tercero lo recibió en el tercio toreándolo sin moverse del sitio. El toro iba de lejos, salía suelto, pero el de La Puebla no se movía de su sitio y cuando el burel volvía a reparar en él e iba hacia su llamada, impertérrito, le echaba los vuelos del capote y lo mecía con su personalísima gracia. La faena de muleta fue probablemente la más completa de Morante esta temporada. Primero dos series, una con cada mano, ligadas, hondas y por bajo. Luego, varias series de derechazos y naturales de sentimiento, pureza y verdad. Cambios de mano, pases de pecho, por bajo,... Todo con el mentón hundido, toreando con todo el cuerpo a un animal que respondió perfectamente. El tipo de toro que Morante precisa para crear un arte único, una emoción desbordada. Pinchazo y estocada. Dos orejas y vuelta al toro (protestada) al toro.
Lo del quinto fue una faena inexplicable, barroca, improvisada, llena de momentos de magia. Como esas chicuelinas del quite, o el tercio de banderillas en el que invitó a Manzanares, que allí estuvo (con más voluntad que acierto). Los dos pares de Morante reivindicaron el clasicismo en el cite y la ejecución. Al final del último, el toro le persiguió y le topó en el glúteo hasta que Morante paró al toro con una mirada fulminante y una palmada en la testuz. Hubieron de vendarle por encima del traje y pensamos que por la condición del toro (incierto, sin mucha clase, pero con movilidad), Morante tiraría de repertorio de toreo antiguo y le andaría por la cara. Pero no fue así. O, mejor dicho, no fue sólo así. Hizo una faena insólita. Le bajaron una silla de enea de los palcos y desde allí citó y toreó por alto en un pase excelso, luego, sin solución de continuidad, se fue llevando al toro a los medios con pases variados, la muleta templada en una mano y la silla en la otra. Siguió con series de una hondura excepcional, pases inspiradísimos. Toreo de cante jondo por ambos pitones. Y luego, mediada la faena, vino el repertorio del toreo a dos manos, las estampas antiguas, el pozo en el que se mezcla el arte que han destilado tantas generaciones. Se desbordó el delirio y las dos orejas después de una estocada algo tendida y ligeramente baja eran lo de menos en una tarde que ya había sido excepcional.
Manzanares no se quedó atrás y demostró que el arte y el gusto puede ser desgarrado y pasional, como el de Morante, o fruto de la clase, la inteligencia y la paciencia, como en su caso. Hizo tres faenas perfectas, acomodadas a lo que pedía cada uno de sus toros. Con una lidia excepcional (aunque se notó esa presencia de un "cuarto" que se exije en los mano a mano). Curro Javier y Juan José Trujillo estuvieron sensacionales. La lidia del segundo se hizo, desde que salió, con solo siete lances (además de los del toreo propio de Manzanares). Un prodigio. Ese segundo era un toro tardo al que Manzanares le hizo las cosas con despaciosidad y dejando tiempo entre serie y serie. Toreo cadencioso, ligado y con una clase grandiosa.
El cuarto fue un toro que no paró de ir y venir, al que era imposible parar. Manzanares tiró de sabiduría y paciencia y aprovechó el viaje del animal para, haciéndolo todo bien, dar otra lección de empaque y torería. Estocada recibiendo, aunque el toro tardó en caer.
En el sexto, con la tarde ya entrada en triunfo y Morante pasando brevemente a la enfermería a que le trataran del varetazo en banderillas, la actuación de José María y de la cuadrilla fueron para enmarcar. Lidia excepcional y toreo de altura. Series grandiosas, sobre todo al natural. Toreo hondo, profundo, con una transmisión estética sensacional. Gran estocada y dos orejas que remataban una tarde única.
Fueron más de dos horas y media de un sentimiento excepcional. Tardes así no pueden salir todos los días (no lo aguantaríamos). Pero deberían verse más a menudo. Si hubiera seis o siete como estas en Madrid cada temporada, cuatro o cinco en Sevilla, dos en Bilbao, en Valencia,... la afición se triplicaba en un par de años. Esto es el toreo. Así tiene que ser una tarde de toros. Así deben estar los toreros. Y el público. Así hay que disfrutar. Por eso nos emociona tanto. Por eso hacemos miles de kilómetros cada año. Por eso seguimos soñando con la GRAN TEMPORADA.
Ya antes del festejo se notaba el runrun de las grandes tardes, de la impaciencia del disfrute. Esa sensación que, tantas veces, es lo único que queda. Pero esta no fue así.
La Plaza estaba llena, sin un solo sitio libre. Y era una maravilla verla completa (a diferencia de la nocturna del día anterior, con un escaso cuarto del aforo cubierto).
Al finalizar el paseillo, el público aplaudió a los toreros el gesto de anunciarse mano a mano y estos correspondieron desde el tercio.
Morante recibió a su primero con verónicas marca de la casa, con empaque y templanza. La última, larga y pausada, arrancó el primer olé unánime, y la media abigarrada y excelsa nos levantó a todos del asiento. Con ese toro, poco más pudo hacer. El animal tenía poca fuerza y una banderilla colocada muy delantera condicionaron su juego con un cabeceo molesto. Abrevió.
Al tercero lo recibió en el tercio toreándolo sin moverse del sitio. El toro iba de lejos, salía suelto, pero el de La Puebla no se movía de su sitio y cuando el burel volvía a reparar en él e iba hacia su llamada, impertérrito, le echaba los vuelos del capote y lo mecía con su personalísima gracia. La faena de muleta fue probablemente la más completa de Morante esta temporada. Primero dos series, una con cada mano, ligadas, hondas y por bajo. Luego, varias series de derechazos y naturales de sentimiento, pureza y verdad. Cambios de mano, pases de pecho, por bajo,... Todo con el mentón hundido, toreando con todo el cuerpo a un animal que respondió perfectamente. El tipo de toro que Morante precisa para crear un arte único, una emoción desbordada. Pinchazo y estocada. Dos orejas y vuelta al toro (protestada) al toro.
Lo del quinto fue una faena inexplicable, barroca, improvisada, llena de momentos de magia. Como esas chicuelinas del quite, o el tercio de banderillas en el que invitó a Manzanares, que allí estuvo (con más voluntad que acierto). Los dos pares de Morante reivindicaron el clasicismo en el cite y la ejecución. Al final del último, el toro le persiguió y le topó en el glúteo hasta que Morante paró al toro con una mirada fulminante y una palmada en la testuz. Hubieron de vendarle por encima del traje y pensamos que por la condición del toro (incierto, sin mucha clase, pero con movilidad), Morante tiraría de repertorio de toreo antiguo y le andaría por la cara. Pero no fue así. O, mejor dicho, no fue sólo así. Hizo una faena insólita. Le bajaron una silla de enea de los palcos y desde allí citó y toreó por alto en un pase excelso, luego, sin solución de continuidad, se fue llevando al toro a los medios con pases variados, la muleta templada en una mano y la silla en la otra. Siguió con series de una hondura excepcional, pases inspiradísimos. Toreo de cante jondo por ambos pitones. Y luego, mediada la faena, vino el repertorio del toreo a dos manos, las estampas antiguas, el pozo en el que se mezcla el arte que han destilado tantas generaciones. Se desbordó el delirio y las dos orejas después de una estocada algo tendida y ligeramente baja eran lo de menos en una tarde que ya había sido excepcional.
Manzanares no se quedó atrás y demostró que el arte y el gusto puede ser desgarrado y pasional, como el de Morante, o fruto de la clase, la inteligencia y la paciencia, como en su caso. Hizo tres faenas perfectas, acomodadas a lo que pedía cada uno de sus toros. Con una lidia excepcional (aunque se notó esa presencia de un "cuarto" que se exije en los mano a mano). Curro Javier y Juan José Trujillo estuvieron sensacionales. La lidia del segundo se hizo, desde que salió, con solo siete lances (además de los del toreo propio de Manzanares). Un prodigio. Ese segundo era un toro tardo al que Manzanares le hizo las cosas con despaciosidad y dejando tiempo entre serie y serie. Toreo cadencioso, ligado y con una clase grandiosa.
El cuarto fue un toro que no paró de ir y venir, al que era imposible parar. Manzanares tiró de sabiduría y paciencia y aprovechó el viaje del animal para, haciéndolo todo bien, dar otra lección de empaque y torería. Estocada recibiendo, aunque el toro tardó en caer.
En el sexto, con la tarde ya entrada en triunfo y Morante pasando brevemente a la enfermería a que le trataran del varetazo en banderillas, la actuación de José María y de la cuadrilla fueron para enmarcar. Lidia excepcional y toreo de altura. Series grandiosas, sobre todo al natural. Toreo hondo, profundo, con una transmisión estética sensacional. Gran estocada y dos orejas que remataban una tarde única.
Fueron más de dos horas y media de un sentimiento excepcional. Tardes así no pueden salir todos los días (no lo aguantaríamos). Pero deberían verse más a menudo. Si hubiera seis o siete como estas en Madrid cada temporada, cuatro o cinco en Sevilla, dos en Bilbao, en Valencia,... la afición se triplicaba en un par de años. Esto es el toreo. Así tiene que ser una tarde de toros. Así deben estar los toreros. Y el público. Así hay que disfrutar. Por eso nos emociona tanto. Por eso hacemos miles de kilómetros cada año. Por eso seguimos soñando con la GRAN TEMPORADA.
1 comentario:
Genial. Como si estuviera allí, pero... por qué no las seis tardes en sevilla y las cuatro para madrid...?
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