Las tardes de rejones son para el deleite sin atisbo de moderación. Son para los niños, para quienes se acercan por primera vez a una plaza de toros, para meriendas abundantes,... Para una fiesta donde la tragedia es de tono menor. Sin saber muy bien por qué (tal vez porque inconscientemente se asocie al enfrentamiento entre dos animales, y no entre un hombre y un animal), la muerte del toro parece menos cruenta en estos festejos.
Pero eso es así sólo hasta que un caballo resulta duramente herido y sus tripas cuelgan y se arrastran por la arena cuando alguien lo rescata y lo lleva para que le hagan una cura de urgencia.
La afición del rejoneo está menos preparada para ver cómo un caballo sufre una cornada que la del toreo de a pie para ver cómo un toro hiere a un ser humano. Hasta ahí llega el embrutecimiento de nuestra sociedad.
No soy asiduo al rejoneo ni conozco mínimamente los resortes de su técnica que me permitan un enjuiciamiento de la labor de los caballeros más allá de algunas obviedades que sugiere el sentido común (que no es bueno que uno se quede sin toro antes de clavar, que es mejor clavar al estribo que a la grupa, que con el caballo también puede templarse y eso es mejor que llevar al toro a base de tirones...). Por eso, hoy había imaginado una crónica distinta: una metáfora de cómo Pablo Hermoso estaba dando una gran oportunidad a caballos tremendamente jóvenes (sólo tres años: Caviar y Patanegra) en una plaza de responsabilidad, y cómo muchos empresarios podían tomar nota de esta valentía de quien es número uno y ha reinventado el rejoneo para no quedarse estancado y apostar por el nervio y la pasión de sus caballos menos expertos.
Pero resulta que en el quinto, Patanegra no obedeció a las órdenes de Pablo y se montó literalmente encima del toro, que le hirió varias veces en los pechos, cebándose con él durante más tiempo del que una sensibilidad media puede aguntar el dolor ajeno. El efecto que esto produjo en los espectadores más jóvenes y en los que sin serlo tanto no aventuran que la tragedia es posible se lo pueden imaginar. Algunos, directamente, abandonaron la plaza.
Y la metáfora se quedó sin sentido, o lo adquirió de repente. Que probablemente es lo que pasó, y lo que más me dolió.
Esa cornada, ese dolor, difuminaron lo bueno que hasta entonces había sucedido: una gran labor, magistral, de Pablo en el segundo de la tarde; y una más heterodoxa, pero eficaz, de Álvaro Montes, con un inició antológico al recibir al toro con la garrocha en chiqueros y dar con él pegado a la grupa más de dos vueltas al ruedo muy templadas, pese a la rápida velocidad de salida del toro. Y difuminó también la espesa tarde de Fermín Bohórquez, fallando innumerablemente en sus dos toros, al quedarse sin animal cuando iba a clavar los rejones de castigo o las banderillas.
Y cambió sin duda el ánimo del personal para enjuiciar lo que sucediera en ese toro: ¿por qué Pablo no optó por matarlo directamente, como sugerían los aficionados más veteranos y como es costumbre también en los casos de cornadas graves en el toreo a pie?
Empezó además a llover mediada la lidia del quinto y la labor de Álvaro Montes al último quedó desdibujada por el mal cuerpo que se le había quedado al público entre el extraño sentimiento de tragedia animal y la incomodidad de la lluvia.
Dura, muy dura, la cornada al joven caballo por no obedecer las órdenes del jinete y dejarse llevar por su nervio y por su impulso. ¡Maldita metáfora de la vida! ¡Maldita suerte la del animal!
domingo, 24 de mayo de 2009
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1 comentario:
Si lloraron por Patroclo los caballos de Aquiles, ¿por qu´e no habr´iamos de llorar al caballo? La fiesta de los toros comporta el tel´urico respeto entre bestias y hombres, la lucha, la colaboraci'on. La muerte y la gloria.
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