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domingo, 23 de octubre de 2011

Antoñete

Creo que para la mayoría de los aficionados, la figura de Antoñete era una de las más familiares de entre los profesionales taurinos. Su presencia continua junto a Molés en las retransmisiones televisivas y en las tertulias de los domingos de la Ser hacían que su voz (cada vez más escasa, pero también más medida) formara parte de nuestros recuerdos de grandes tardes de toros presenciadas con sus comentarios.

De su presencia en la plaza quedaban sobre todo los vídeos, más que las tardes vividas. Porque por evidentes razones de edad, fueron más las grandes faenas que nos precedieron que los destellos de sus últimas comparencencias. Estas en las que, además de apaciguar sus ansias de seguirse sintiendo torero, dejaba apuntes impagables de distancias y cites.

Antoñete nos era familiar, porque raro es el festejo que volvemos a poner en el DVD y en el que no se escucha su voz. Por eso, está siempre asociado a grandes tardes, a grandes momentos.

Pero, además, cuando recordamos su presencia en la plaza, nos invade una sensación de nostalgia por un modo de torear, clásico y profundo, que cada vez resulta más difícil de ver. Un toreo en el que dar distancia al toro es importante. Sin atosigarle, dándole su sitio, dejándole que se venga de lejos. Donde hay que dar el medio pecho. O donde se cita de frente. Donde la colocación es importante. Pero desde la más absoluta naturalidad, sin alaracas. Y donde al toro, con la muleta planchada, se le recoge delante, se le conduce en su embestida, y se le remata atrás, ligando el siguiente pase.

Esa forma de torear, además, junto con la peculiar personalidad de Chenel, tuvo una virtud que difícilmente agradeceremos lo suficiente los aficionados. A finales de los setenta y comienzos de los ochenta, la Tauromaquia se asociaba con la parte casposa y cañí de la dictadura. En plena movida, y con deseos de modernidad, los toros no estaban entre lo más cool. Sin embargo, Antoñete, su forma de ser y su toreo, fueron uno de los elementos icónicos que obligó a despejar la tauromaquia de prejuicios ideológicos. Sin aquel acercamiento de lo moderno al toreo, sería muy difícil que hoy estuviéramos viviendo la relevancia que, a pesar de muchos, tiene la Fiesta. Y, sobre todo, se haría menos creible el discurso de su dimensión cultural.

Recuerdo que en los comienzos de mi adolescencia, cuando la única plaza en la que había visto toros en vivo era la de Cáceres, y Las Ventas sólo la conocía por televisión, me sorprendió aquella estrofa de Sabina en "El joven aprendiz de pintor" (1985):

El torpe maletilla que hasta ayer afirmaba,
que con las banderillas nadie me aventajaba,
ahora que corto orejas y aplauden los del siete,
ya no dice que cito tan bien como Antoñete.

Antoñete simbolizaba un modo diferente de hacer los cosas, de estar en la plaza, de sentir la tauromaquia. Un modo reverencial, más allá de las tardes malas o de las indiferentes.

Para nosotros, se va quien ha estado presente cada vez que veíamos una faena por televisión. Y ahí le seguiremos presente siempre, cada vez que pongamos el primer triunfo de José Tomás en Madrid en la que cantaba esa mano izquierda del de Galapagar, o su presencia la tarde del festival de Bojilla y la de la goyesca de Antequera, o tantas y tantas tardes con su voz...

A otros se le va un familiar o un amigo querido. A todos ellos, mi abrazo sincero.

Al maestro, mi más profundo agradecimiento de aficionado y mi recuerdo.

Descanse en paz.

1 comentario:

José María JURADO dijo...

Tantas noches, desde 1992.

Adiós, maestro.

Se va un Madrid, se va una época.

Un ser torero.

Un mechón.

Y una faena soñada, eterna en blanco y negro como su capa.

Siga, Maestro, toreando a Atrevido en la memoria.