El futuro de la tauromaquia se juega, sin duda, en los ruedos: en la emoción de los toros y en la pureza y la belleza del toreo. Pero la inserción en la sociedad es imprescindible. Y para ello, entre otras muchas cosas, hay que erradicar ciertos abusos que se consideran habituales en la contratación y la gestión en el ámbito taurino.
Digo esto a propósito de una sentencia del Tribunal Supremo de este mismo
año 2013 (25 de marzo) en materia de apoderamiento. Una sentencia que refleja de forma
cruda y descarnada la realidad de estos contratos y lo que piensan algunos
desde sus despachos acerca del “riesgo” en la tauromaquia.
Los
hechos, tal y como los describe la propia sentencia, son los siguientes: un
apoderado reclama a un torero algo más de tres millones de euros (quinientos
millones de pesetas) por romper unilateralmente el contrato de apoderamiento
que les vinculaba. El contrato se había firmado el 10 de junio de 2000, cuando
el torero tenía 17 años, después de que el apoderado convenciera a sus padres
para que lo emanciparan. Inicialmente se firmó por tres años, prorrogándose en
2003 por siete años más.
En 2005, dos años después de iniciada la prórroga, a causa de un
incidente con un banderillero, el apoderado le comenta al torero que le iba a
buscar otro apoderado, pasando desde entonces el torero a relacionarse sólo con
el nuevo apoderado que le indica el anterior. En 2007, el primer apoderado le
reclama el importe de la indemnización laboral que éste había tenido que pagar
al banderillero con el que habían tenido el problema que había desencadenado esta
situación. Este primer apoderado, además, estaba dirigiéndose a los empresarios
taurinos para impedir que contrataran al torero torease. Cuando el torero se
entera, le requiere al primer apoderado para que tenga por extinguido el
apoderamiento.
A partir de aquí, el apoderado alega que el contrato de
apoderamiento no era sólo con él, sino con varias personas y sociedades más, ya
que el apoderamiento firmado permitía ceder el contrato y delegar parte del mismo
sin contar con el torero. Y el torero alega que el apoderado había incumplido
el contrato de apoderamiento al no haberle pagado nunca al demandado un salario
mensual acorde con su categoría de matador de toros, ni los gastos necesarios
para que el demandado pudiera matar novillos y toros, al no haber financiado
los gastos de la cuadrilla, representantes y acompañantes, en especial la
indemnización al banderillero (además de la pérdida de confianza, consustancial
a este contrato).
La sentencia de primera
instancia desestimó totalmente la demanda del apoderado razonando que desde
finales de 2006 o principios de 2007 el apoderado había dejado de cumplir sus
obligaciones, dejando al torero sin ingresos, por lo que éste "tuvo que
asumir las riendas de su carrera, contratando en su nombre y pagando
directamente los salarios de su cuadrilla y los gastos derivados de su
actividad". La sentencia de segunda instancia confirma este criterio.
El apoderado interpone
recurso ante el Tribunal Supremo. En su sentencia, éste recuerda que el contrato de
apoderamiento atribuía en exclusiva al primer apoderado la representación del
demandado, que se encontraba "en los inicios de su actividad taurina".
No obstante, se facultaba al apoderado para delegar todas o parte de sus
funciones de representación, apoderamiento o gestión económica en
"cualquier persona física o jurídica", sin más requisitos que
notificarlo al torero.
En
esencia, “el contrato obligaba a la sociedad apoderada a promover la carrera
taurina del torero y a soportar todos los gastos necesarios, pagando al torero
una retribución mensual correspondiente a su categoría profesional según
convenio, y el torero se obligaba a dedicarse en exclusiva a torear en todos
los festejos, novilladas y corridas de toros que le indicara la sociedad
apoderada, así como a poner a disposición de esta cualquier cantidad que
pudiera percibir y a entregarle la documentación necesaria para liquidar
retribuciones e impuestos.”
Curioso
pacto económico. Pero aún lo era más el pacto relativo a la resolución del
contrato, que permitía al apoderado resolver unilateralmente el apoderamiento en
cualquier momento bastando para ello con notificarlo al torero con un mes de
antelación y sin indemnizarle con importe alguno y preveía una indemnización de
más de tres millones de euros (quinientos millones de pesetas) si el torero
resolvía el apoderamiento antes de la finalización del plazo pactado.
A
pesar de que el apoderado pretendía utilizar este acuerdo y exigir al torero la
indemnización pactada, el Tribunal Supremo, con criterio, insiste en que el
incumplimiento del apoderado de sus obligaciones permite al torero resolver el
contrato sin tener que abonar indemnización alguna.
Pero
hay consideraciones del Tribunal Supremo a propósito de las afirmaciones del
apoderado que son realmente duras recordando elementales criterios de justicia.
Dice,
por ejemplo, que entender como lo hace el apoderado, que incluso si el torero
resuelve porque el apoderado incumple tiene que abonarle la indemnización “sería
tanto como atribuir al apoderado unas facultades omnímodas sobre el futuro del
torero, porque de aceptarse el planteamiento del recurso sobre la total
independencia entre cláusula penal e incumplimiento de las obligaciones
contractuales del apoderado podría este hacer una total dejación de sus
funciones, aunque sin denunciar formalmente el contrato, y en cambio el torero,
vinculado por la exclusiva, o bien tendría que pagar el importe de la cláusula
penal para poder desvincularse, o bien tendría que promover pleito contra el
apoderado pero sin seguir toreando hasta obtener una sentencia firme de
resolución del contrato por incumplimiento; en definitiva, interrumpiendo el
ejercicio de su profesión y tal vez sacrificando totalmente su carrera.”
Y
sigue el Supremo: “Semejante planteamiento [del apoderado] (…) revela una concepción del
contrato de apoderamiento muy próxima a la sumisión total del torero al
apoderado en función, única y exclusivamente, del apoyo económico del apoderado
al aspirante a figura del toreo. Buena prueba de esto es la alegación del
motivo primero, al hilo de la función de garantía de la cláusula penal, de que
es el apoderado quien inicialmente asume "todo el riesgo" de la
relación jurídica nacida del contrato de apoderamiento, como si el propio hecho
de torear donde y en las condiciones que decida el apoderado, obligación
esencial del torero poderdante, no comportara riesgo alguno. Se trata de un planteamiento,
en suma, que no solo menosprecia el riesgo de quien se pone delante del toro
sino que incluso atenta contra la propia dignidad de la persona.”
Que
sea el Tribunal Supremo quien tenga que afirmar esto es para que toda la
industria taurina expulsara de sus filas a quien se atreve a alegar, desde un
despacho, que es él, y no el torero, el único que asume el “riesgo”.
Y
acaba el Supremo: “En realidad, lo sucedido en la relación entre ambas partes no fue más
que una consecuencia del ejercicio abusivo por [el apoderado] de su facultad
contractual de delegar el apoderamiento, pues entendida como omnímoda o
absoluta propiciaba que los conflictos entre apoderado y subapoderado
repercutieran de tal forma en el poderdante que este pudiera llegar a
encontrarse en la situación de no saber quién era su verdadero apoderado,
máxime cuando apoderados y subapoderados giraban bajo denominaciones sociales
que no coincidían con los nombres o apodos por los que se les conocía en el
mundillo taurino.”
Aunque
no debería ser así, probablemente es mucho lo que la tauromaquia va a jugarse
en los Tribunales en los próximos años. Muchas las veces que deberemos reclamar
sus valores, su importancia cultural, la necesaria defensa de la libertad de quienes
crían toros, los torean y organizan festejos taurinos.
Y
mucho me temo que si la imagen que los Tribunales tienen de lo que sucede en este
mundo tan opaco es el que dan sentencias como ésta, va a ser difícil que crean
argumentos de honestidad, cultura y valores de entrega y superación.
Sin
duda, la inversión y el riesgo de quienes ayudan a los toreros en sus comienzos
debe ser recompensada. Pero no es admisible que algunos abusen de los más jóvenes
de este modo y menos aún que utilicen argumentos indignos como los que expone
la sentencia y que sea el Tribunal Supremo quien tenga que hablar de que se “menosprecia
el riesgo de quien se pone delante del toro” o actuaciones así “atentan
contra la dignidad de la persona”.
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