La Plaza de Toros de Écija se asienta sobre un antiguo anfiteatro romano que aprovechaba un declive natural del terreno en la parte alta de la ciudad.
Es una plaza grande, pero no es una plaza bonita; tiene, sí, su palco dieciochesco de madera pintada, sus colgaduras de gala, su Mariana Pineda, pero el conjunto resulta destartalado, como la enfermería a ras de albero en la que entrevemos, a través de los efluvios del cloroformo, tres camas de hierro barnizadas de blanco.
Es, si acaso, una plaza demasiado “real” -sin las utilitarias reformas que han transformado algunos cosos en maestranzas de cartón piedra- con cierto aire carpetovetónico o barbárico a lo que contribuye el público, por lo general escaso, pero “racial”.
A mí me gusta este ambiente solanesco en el que se puede intuir un eco de la crudeza y sordidez de la Fiesta en las soleadas y asoladas campiñas de Sevilla y Córdoba, en los días extintos de los maletillas con hambre y de los jamelgos sin peto de picar.
El cartel de hoy es bien triste y sólo se explica como una consecuencia más de los recortes de la crisis: se anuncian un torero humilde de la comarca, que tomará una pobre alternativa sin demasiadas esperanzas y el hijo legítimo de una vieja figura tremendista, que revolucionó esta industria en los años sesenta con sus suertes excéntricas y anfibias y su ancha sonrisa caballuna.
Al terminar el paseíllo, aparece en el callejón entre cerradas ovaciones y flashes fotográficos el padre mediático de la criatura, entre tanto un precioso capote de paseo de terciopelo color burdeos, con lujosos bordados recién estrenados, parecidos a la túnica de los cardos del Gran Poder, se coloca al amparo de la madre del toricantano.
Apenas unos metros separan a ambos progenitores, igualados por la verdad redonda del albero y separados por un abismo de influencia y poder.
Tras la ceremonia de la alternativa el torero brinda a su madre que se derrumba sobre el capote presa de un agitado estremecimiento de dolor y llanto: cuántas lágrimas y cuánto sufrimiento para llegar a este punto de partida que es, a la vez, la penosa meta de llegada, cuántos anhelos se entierran hoy, cuando la familia del nuevo matador, conscientes del escaso porvenir y de un más que previsible futuro como banderillero, ha decidido tirar la casa por la ventana en un último gesto de celebración y despedida.
Yo creo que a una madre esto no se le hace y que deberían haberle aliviado el trance y, de paso, bajo el principio de la natural discreción, ahorrarnos a todos el conmovedor numerito que nos deja un amargo nudo en la garganta.
El muchacho, como era de esperar, no está ni mal ni bien, ha cumplido su sueño pero ¿qué sueño?
Prosigue la lidia y, como las desdichas nunca viajan solas, el hijo del que fuera icono del pop y del desarrollismo españoles, se deja vivo su primer toro, tras los tres avisos preceptivos, pero generosamente demorados, ante el semblante cariacontecido de su padre que está intentando apoyarle con su presencia en una carrera más que dudosa, para borrar, de paso, el recuerdo de otras filiaciones no menos mediáticas.
Ante esta lamentable e inusual circunstancia en un torero joven, con todo lo que debería comportar, la respuesta habitual del público hubiera sido una sonora pitada, pero la Plaza, incómoda y, en definitiva, intensamente horrorizada por el sufrimiento ajeno que suponen la humillación de un padre tan respetado en la región y la presumible vergüenza del hijo, responde con sensibilidad y silencio.
Padre e hijo no se han cruzado los ojos, porque ambos se temen en este instante crítico, pero el primero, que después de todo es un buen hombre, se acerca cariñoso a animar a su vástago que se está tragando las lágrimas más amargas de su vida.
Y uno piensa que entre el llanto de esta madre desconocida y desconsolada y el no escuchado diálogo entre el padre famoso y el hijo no menos famoso se cifra la vulnerable naturaleza de las humanas miserias, su frágil equilibrio de esperanzas imposibles y sueños rotos, la grandeza de su triste condición.
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Y, como el mundo tiende siempre a una imperfecta asimetría, en su segundo toro, el heredero administrativo del insólito califa realiza una faena estimable, normalmente premiada en esta plaza con los máximos trofeos, que el público solicita arrebatado, por devolver el mundo a su orden natural, aquél en el que los toros mueren en la plaza y los hijos, incluso los de uno, triunfan en la vida.
El primero en pedirlos, en un gesto grotesco y poco edificante pero enternecedor, es el viejo matador, que desata su turbante, ancho como una sábana, sonriente, mirando al palco,.
Pero no.
Falto de sensibilidad o sobrado de orgullo, a esta hora y hoy el Presidente ha decidido que esta Plaza es Las Ventas y concede una solitaria y paupérrima oreja ante el asombro y angustia generalizada.
Y uno sospecha, por la apariencia del tipo, que la razón de la decisión no ha se ha basado en los escasos méritos artísticos de la faena, ni en la voluntad de humillar por algún oscuro complejo de clase a un señor provecto y millonario, sino en definitiva y cuarenta años después, en robarle unos minutos de la gloria cosechada en los televisores en blanco y negro para su propio orgullo efímero.
Y mientras el Cordobés amenaza con su dedo al Palco, imprecando al presidente con la cara desencajada, piensa uno que el anfiteatro romano de Écija, que el Gran Teatro del Mundo, se asienta sobre una Plaza de Toros.
domingo, 20 de septiembre de 2009
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1 comentario:
Hay una versión redux en:
http://lacolumnatoscana.blogspot.com/2009/09/una-tragedia-comun.html
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