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domingo, 18 de junio de 2017

Fandiño

Lo que más me conmueve en la muerte de Iván Fandiño es la libre aceptación de su destino. Como todos los toreros, cuyo rostro grave y circunspecto vemos cada día en las corridas, "sabía" que podía morir. Nosotros nos olvidamos de ello, pero ellos conviven diariamente con la muerte y prefieren, como dijo Rilke, "morir su propia muerte", no la muerte de los médicos o de los accidentes de tráfico.

Invocar a la muerte, la diaria convivencia con ella, engrandece la condición humana. Desde una perspectiva existencialista ya advirtio Heidegger que el hombre es "un ser para la muerte", dar sentido a la muerte es una parte no menor de la tauromaquia, que exige regularmente este tributo de sangre, inapelable.

Este es el único reparo moral que puedo encontrar yo en los toros, lo único que justificaría su prohibición, pero sería impugnar el libre albedrío, que nos permite cada minuto decidir ser bueno o malo. Yo entiendo que desde un punto de vista racional o ilustrado una lectura litúrgica y sacrificial, pueda escandalizar a los bienpensantes del siglo XXI, pero el hombre no es racional y las razones del corazón son pascalianamente ininteligibles.

Engrandece el héroe esta fiesta ancestral, como aquel aviador irlandés de Yeats que preveía su muerte y la igualaba con su vida, ese tumulto entre las nubes; entre las plazas y las dehesas en el caso de Iván. 

Comprendo, por otro lado, la perspectiva animalista, porque a mí me emociona tanto como al primer abolicionista la muerte de un animal; pero no puedo evitar pensar que esa humanización de la naturaleza no deja de ser una operación humana, una transferencia de nuestros buenos sentimientos a un universo, lo animal, donde no rigen las leyes morales. Mientras exista dolor humano en el mundo creo que los esfuerzos por abolir la tauromaquia merecen empeños dignos de más alta causa. Pero no deja de ser una opinión, comprendo su rechazo porque lo tuve de niño y amo al reino animal, como al vegetal y al mineral. 

¿Por qué entonces soy taurino? Por razón de belleza, desde luego, pero creo que, sobre todo, por una cuestión moral, la de quien evidencia que la vida humana es tan sagrada que puede y debe ser entregada por los demás. Podrá no haber toros, pero siempre habrá toreros, héroes capaces de vivir con la compañía de la muerte, señalando con la luz de oro de su traje, la que comparten con el sacerdote y el militar, que la muerte no es el final y que, si acaso lo es, merece la pena sacrificarla por nuestros semejantes y hermanos. 

Descansa en paz, Iván, 

Paz para el héroe.


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