Cuando llegan las tarde de domingo, intranscendentes, sin un festival que llevarse a los ojos, uno revive la importancia de la fiesta.
Más allá de la estructura de la técnica (explicada con inusitada maestría por Ponce ayer cuando le hicieron académico en Córdoba), de la emoción (digamos que hablo de Tomás) o del arte (Morante, siempre),... la temporada es un noria que explica la vida.
Al igual que los años litúrgicos, y casi con la misma periodicidad, las temporadas explican el nacimiento, la dura lucha con la cotidianeidad y la pasión y muerte por un ideal. Sin embargo, a diferencia de los prestes, los matadores no quedan obligados a colores rituales. El verde no es de "tiempo ordinario" porque ha sido testigo de grandes faenas fuera de acontecimientos cotidianos. Y el añil se reivindica más allá de la festividad de la Inmaculada (tan poco taurina, por lo demás).
Hay ternos, como el negro y azabache, o el blanco y plata, que sólo tienen sentid0 en una plaza de toros...
Pero si los sacerdotes pueden reiterar el milagro de la transustanciación, no hay razón para que los matadores no reivindiquen en milagro de su continua exposición al martirio.
Un martirio ejemplar y ritual. Nada salvífico para la humanidad, pero impresindible para los devotos.
Vaya por ellos.
domingo, 4 de noviembre de 2007
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