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lunes, 2 de mayo de 2016

Joselito - 2 de mayo de 1996 - Veinte años después

Hoy hace veinte años que José Miguel Arroyo "Joselito" nos regaló una tarde de toros memorable, en la que reivindicó la lidia más completa, la variedad, el ritual, la pureza, la hondura y el arte en la plaza más importante del mundo. Lo de menos fueron las seis orejas, porque los despojos no tienen un sitio en la historia, donde sí quedará para siempre lo que nos hizo sentir.

Aquella tarde quise dejar de ir a las plazas de toros, porque supuse que nunca volvería a ver nada que tuviera la misma intensidad. Volví. Y he visto después de aquella tarde faenas memorables. Y tardes (o mañanas) completísimas. Como la de JT en Nimes. Pero cuando en una conversación sale a relucir el momento de mayor plenitud en una plaza de toros, siempre está en mi memoria Joselito vestido de verde botella con pasamanería en oro el 2 de mayo de 1996 en la plaza de toros de Las Ventas. Y si hay que recordar un momento concreto, la lidia al cuarto de la tarde, con esos quites inverosílimes ejecutados con precisión miliméticra y el toreo de muleta sin ayuda con la diestra atornillando los pies en la arena venteña.

Años después, para un concurso de relatos, escribí lo que sigue, en lo que solo he cambiado la referencia temporal para adaptarlo a esta fecha. Lo de menos es lo que está escrito. Lo importante es lo que hizo José. Gracias, maestro.

Liturgia y ritual

Cuando aquella tarde salí de la plaza me propuse firmemente no volver a ir jamás a una corrida de toros. Y no porque aquella hubiera sido mala, como ocurre con frecuencia, sino porque intuí que era prácticamente imposible que llegara a sentir la emoción que acababa de vivir. Afortunadamente, incumplí mi propósito y he podido ver después grandes faenas. Pero el presagio se ha cumplido y, tardes de toros, no he vuelto a vivir ninguna como aquella.

Porque en la goyesca del 2 de mayo de 1996 Joselito no sólo toreó bien a sus seis toros, sino que los recibió de capa de forma distinta a cada uno, los puso en suerte, hizo quites con pureza, vistosidad y sin repeticiones (el del cuarto, absolutamente inenarrable), empezó cada faena de muleta con un planteamiento diferente según lo requería el comportamiento de cada animal, reinventó pases olvidados, hizo faenas de pellizco y de arrimón,… En fin, reivindicó la lidia como parte esencial de la fiesta y ésta como liturgia y ritual que no tiene nada que ver ni con el espectáculo, ni con el deporte, y muy lejanamente con el arte y la tradición. Reivindicó el toreo como vivencia plena que más allá de la estética, que la hubo en abundancia y de calidad, llega a los tendidos cuando conecta con lo más profundo del ser humano, con aquello que le liga a la naturaleza desde el misterio de la vida y la certeza de la muerte.

Años antes, César Rincón nos había emocionado al volver a citar desde lejos y conseguir templar las embestidas. Como después haría José Tomás al acercarse a sitios imposibles y desplazar la mano izquierda con una parsimonia inverosímil. O Curro, Aparicio, Castella, Morante, Finito, Cid, Ponce, Talavante,… Hemos visto torear mejor o, al menos, tan bien como aquella tarde. Pero nadie ha vuelto a demostrar la grandeza del toreo como lo hizo José hoy hace exactamente veinte años.

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